miércoles, 31 de julio de 2013

En Una Esquina Del Corazón



Nota: Este relato ha sido galardonado con el premio Ediciones Red Literaria de la Plata, Argentina.  El próximo Septiembre será publicado.

–Buenos días, mi amor –se inclinó sobre la cama y la besó en la frente–. ¿Cómo estás hoy? Es diecinueve de abril, un día muy especial ¡Felicidades! Es nuestro aniversario y mi cumpleaños. ¿Te acuerdas?
Dejó la pregunta en el aire y se sentó en la cama.
–Yo, como si hubiera sido ayer. ¿Cuántos teníamos? Tú veinte, y yo veintidós. ¡Ay que lejos! Paseábamos por el parque, hacia arriba y hacia abajo, hacia abajo y hacia arriba, y tu hermana nos vigilaba, para que no me pasara de la raya –soltó unas carcajadas ante la inocencia de los comportamientos y continuó–. En unos pocos días sería mi cumpleaños, y tú, como siempre, soñadora e imaginativa, me dijiste: Ramón, si pudieras escoger el regalo que quisieras de entre todos los del mundo sin importarte cual sea el precio ¿Qué querrías? –Se rascó la cabeza pensativo– Creo que no tardé ni dos segundos en contestar –fijó los ojos en los de su esposa y respondió– a ti, Carmela. De entre todas las cosas que hay en el mundo, una y mil veces me quedo contigo. Durante estos cincuenta años de matrimonio, has llenado todos y cada uno de los rincones de mi alma, has sabido sacar lo mejor y lo peor de mí mismo, y me has mejorado, moldeado, completado, respetado. Tú eres la mejor decisión de mi vida.
Las lágrimas comenzaron a inundar sus ojos, se las secó con el dorso de la mano, e hizo volar su mente hacia paisajes más alegres.
–No te esperabas mi respuesta, aún puedo ver tu cara, y te pusiste hasta nerviosa, pero tus ojos me dijeron que también te quedabas conmigo. Entonces sentí que estábamos solos, en medio del parque, abrazados por la naturaleza, me hinqué de rodillas y te pedí que fueras mi esposa ¿Te acuerdas? Impulsiva como siempre, dijiste que sí antes de que terminara la frase, y te arrodillaste conmigo, tiñendo de amarillo albero los bajos de tus enaguas ¡Qué loca! Siempre me hacías reír. Al año, nos casamos, el día de mi cumpleaños. Me gusta mucho hacer memoria, no quiero que se me pierda ninguno de los momentos que hemos pasado juntos.
La miró, y sacó sus ensoñaciones por la ventana de la habitación. Una radiante mañana de primavera intentaba entrar por los visillos.
–Hemos pasado momentos buenos y malos. Creo que de los peores fue cuando tuve que emigrar a Alemania. ¡Qué frío Carmela! ¡Me dolían hasta las orejas! Pero lo que más me dolía era la distancia ¡Cuánto os eché de menos! A ti y a las niñas. Me acuerdo que cuando me fui, Mari Carmen tenía cuatro años, y la chica, aun no había nacido. Se te empezaban a notar las formas, cinco meses de embarazo, y tú, jurabas y perjurabas que iba a ser un niño, pero te equivocaste, era Beatriz –bajó la cabeza entre dolido y arrepentido–. No pude verla nacer, cuando la conocí tenía ya ocho meses, tan gorda, tan bonita… era tu vivo retrato. Esos doce meses me pesaron como doce años, como una condena, y eso que ¡Tú sabes! Del pueblo salimos un autobús completo y quieras que no, con los paisanos se aliviaba un poco la tristeza ¡Qué dura es la distancia! Y ¡Qué mala era el hambre! Pero no hay que lamentarse, gracias a que me fui, pudimos pagar la casa. Cuando uno está lejos, se da cuenta de la cantidad de cosas que echa de menos, cosas que no se me hubieran pasado ni por la cabeza ¿Sabes qué era lo que más extrañaba, Carmela? –Preguntó clavando pupila con pupila– Esa manera tuya tan andaluza de morderte el labio de abajo. Tiene gracia ¿Verdad? –Dijo sonriendo– Me molesta que te enfades, que discutamos, que nos alejemos por banalidades y tonterías, y sin embargo, cerraba fuerte los ojos para imaginarte, con tu delantal blanco, los brazos en jarra y ese pellizco voluntario en tu boca. ¡Ay mi vida! –Dijo levantando su mano para besarla– ¡Es que tú estás guapa de todas las posturas! Pero también echaba de menos tus guisos, ¡La culpa la tenías tú por tener tan buena mano! En noviembre me acordé del olor a carne fresca y especias propios de las matanzas de nuestro pueblo, y de tus choricitos recién hechos, metidos en un pedazo de bollo; en diciembre de los buñuelos; en marzo, de esas tortas de almendras y ajonjolí que te pasabas horas amasando y friendo en el tragante; en cuaresma del potaje de garbanzos con bacalao y las torrijas, en verano de los gazpachos… Por las noches, cuando me acostaba en la cama, te imaginaba de espaldas, con tu pelo recogido en la nuca, pegada a los fogones, canturreando mientras aderezabas o movías la comida ¿Puedes creer que hasta me llegaba el olor de las ollas? Pero lo mejor del viaje no fue que pudiéramos comprar estas cuatro paredes –añadió paseando la vista por la habitación–, sino volver. Poder escuchar de nuevo las campanas de la iglesia llamando a misa de ocho, pasear cogidos del brazo por la plaza principal, escuchar las risas y los llantos de mis niñas, poder mirarte, a escondidas, sin que te dieras cuenta, mientras caminabas, trajinabas, sonreías, te enfadabas… y acercarme para romper la magia, y olerte, abrazarte, sentirte. Lo mejor de todo, lo mejor de mi vida… –la emoción le cerró la boca, le nubló la mirada, y dejó la frase rondando los oídos de Carmela– lo mejor de mi vida siempre has sido tú.
Se secó las lágrimas y se recostó al lado de su amada. Mientras le acariciaba el pelo, le siguió contando.
–Has sido la mejor madre del mundo, la mejor esposa, la mejor amiga, la mejor amante. Contigo Carmela, me saqué la lotería. Lo bien que te has administrado siempre. De lo que yo ganaba en Alemania, me quedaba con cuatro perras mal contadas, para tabaco, y el resto te lo mandaba, para que tú lo emplearas como mejor te pareciera, y que no pasaras necesidades, ni estrecheces. Pero… ¡Qué apañada eras, como un jarrillo de lata! Vendías dulces de temporada para la calle, con cuatro retales vestías a las niñas de punta en blanco, y casi todo lo ahorrabas. Aún recuerdo la alcancía que tenías escondida detrás de la pileta, con los durillos que te llegaban. Esa costumbre no se te quitó nunca ¡Todavía hay euros ocultos por ahí! El otro día la encontré, en la misma caja donde guardamos nuestras cartas, las que nos escribíamos cuando la distancia nos hería el alma. Nos llamábamos los primeros martes de cada mes. Doce llamadas hice, ni una más ni una menos. Yo te marcaba desde la fábrica, con todo ese ruido de maquinarias y operarios de fondo, y tú me esperabas impaciente en casa de Sagrario, que te daba permiso de recibir las conferencias. ¡Cómo me gustaba escucharte! Apenas unos minutos de conversación, tonta, absurda, ridícula y repetitiva: ¿Y las niñas? ¿Y tú? ¿Te hace falta algo? Ya falta menos, cariño. Te quiero mucho. Besos para mis princesas. Tú me preguntabas por la comida, y la salud, y contestabas: yo también, igualmente. ¡Cuántas cosas se me quedaban en el tintero! ¡Cuántas palabras prisioneras, por el tiempo, el dinero y la timidez! Esos martes siempre me dormía llorando, por la impotencia de lo que no te dije, de lo que callé. Cogía las hojas de papel con fuerza, y en ellas me desgarraba el alma, desnudando mis sentimientos, mostrándome frágil, temeroso e inseguro. Después las rompía, y te escribía cartas ligeras, llenas de sentido del humor y confidencias simples: que si Fulano dijo, que si Mengano hizo, pensaba que si te hacía saber lo que yo vivía aquí, tú me sentirías más cerca. Cuando en la fábrica repartían la correspondencia, me sudaban las manos, siempre me ponía el primero en la fila, impaciente, ansioso, enamorado, y ahí estabas tú, vestida de letras redondas, perfumadas de carbones y guisos, para contarme de mis hijas, de ti, de mi verdadera vida.
Se giró en la cama, para mirar al techo, conservando dentro de su mano, la de Carmela.
–Vivimos dos lunas de miel: una cuando nos casamos, y otra cuando regresé de Alemania. He grabado en mi memoria todas y cada una de las veces que nos hemos amado, cada una de las caricias que compartimos, los suspiros que nos regalamos, y los besos que nos dimos. ¿Te acuerdas del primero? Yo sí. Parecíamos dos hojas abandonando los árboles en otoño: temblorosas, inseguras, frágiles, desorientadas. Pero me supo a Gloria Bendita, tan dulce, tan cálido, tan vivo, tan tú. Cincuenta años llevamos casados, y otros cincuenta pasaría contigo, hasta que Dios nos lleve para el otro mundo, juntos, de la mano, para siempre.
Se giró, se colocó sobre el cuerpo de Carmela, cerró los ojos y la besó en los labios. Con su mente voló a tiempos más felices, cuando eran jóvenes, cuando estaban completos. Como siempre las lágrimas se resbalaron por su cara, y se posaron en la de su esposa. Separó sus labios y la besó en el rostro, bebiéndose la sal de su cara. Al mirarla, también la encontró llorando. En el fondo de Carmela brillaba una luz, manaban de ella lágrimas llenas de vivencias, de pasión, de sentimientos.
–No llores mi niña, no seas tonta. Te quiero con toda mi alma y siempre te querré. ¡No llores que me pongo triste! Anda cariño, mejor échame una sonrisita de las tuyas –dijo secándole la cara.
Ramón tenía la garganta apretada y los ojos anegados de alegría. A pesar del viento, cruel, mezquino y desafortunado, que le arrancara a Carmela, sin compasión, sin piedad, sin miramientos, los rincones de su memoria, algo aún se guardaba en una esquina del corazón: el amor que le tenía a él, a su esposo. Sentirla viva por una instante, era su regalo de aniversario, y ayudarla a recordar, el de Carmela. Permanecieron así, abrazados, nostálgicos, mudos, felices. El corrosivo tiempo les había dado una tregua.