¡Socorro,
socorro! ¡Qué asco más grande! ¡No, no y no! Animales de más de
dos patas ¡No gracias!
¡Era
lo único que me faltaba! ¡Un maldito ratón! No soy especialita, ni
asquerosita, no. No soy la típica mujer que chilla como una
condenada cuando ve algún insecto no volador o un animal poco común,
yo no. Eso sí, soy ordenada, como dice mi suegro: un lugar para cada
cosa y cada cosa en un lugar. Todo revuelto… ¡Ni madres!
El
día del cumpleaños de mi hijo Marco, me estaba yo peinando
tranquilamente cuando irrumpe Raquel en mi habitación.
–Rebe,
tengo una mala noticia.
–No
me digas más, ¡Te has quedado embarazada!
Tal
es la fertilidad de la gente de estas tierras que no lo dudé ni un
instante.
–Peor….¡Hay
un ratón!
–¿Uno
sólo? ¡Que raro! Suele haber miles en el campo –tonta de mí.
–No
Rebe, en el campo no, aquí mero.
No
contesté, todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo se pusieron de
punta (y eso que me acababa de depilar), incluidos los de la planta
del pie, y levité. Levité de puro asco que me dio. Tuve que recoger
mis ojos del suelo porque se me habían salido de las órbitas.
–Dime
que es mentira –le rogué.
–No,
Rebe. Neta, yo lo ví salir de detrás de la estufa y Rosi lo vio
regresar.
–Aaaaggggggg
–chillé agonizante– ¡Que asco! ¡Qué asco más grande!
Pero
¿Quién c…. (cada quien que complete con sus propios recursos
lingüísticos) le había dado licencia, permiso, invitación formal
a ese animal de cuatro patas para que campara a sus anchas por la
casa en la que vivo? ¿Quién?
No
podía ser. A mí no me podía estar pasando eso ¿Para dónde iba a
correr? ¡No podía! ¡Mis pies no tocaban el suelo! Quería
teletransportarme a un laboratorio clínicamente esterilizado. ¿Y
mis hijos? Mi imaginación voló sola, como de costumbre, y me los
imaginé, acosados por una enorme rata de pelo gris pegosteado por la
suciedad. Con su lengua rojiza intentaba lamerles sus caritas.
–¡Nooooo!
–volví a gritar en voz alta, tapándome la cara con el cuello de
mi chaleco.
–Pero…¿Qué
pasa Rebe? –Insistió Raquel.
–¿Qué
qué pasa? ¡Que un roedor plagado de enfermedades contagiosas, el
mismo que contagió la peste bubónica a media humanidad durante la
edad media, regresó de entre los muertos para pasearse por mis
cacerolas, acostarse en mis paños de cocina, y arroparse por la
noche entre las sábanas de mis hijos! ¿Y tú me preguntas qué
pasa?...
Raquel
me miró convencida de que había enloquecido, y viendo que estaba a
punto de desaparecer en medio de mis nauseas, tomó las riendas.
–Mira,
no te preocupes, desayuna tranquila y luego le dices a tu suegro para
que venga Javier, y nos ayude a retirar la estufa y a matar al ratón.
–¿Desa…
qué? ¡Estoy a punto de echar la primera papilla! Y… ¿Me pides
que desayune? ¡Ni hablar de la peluca, me voy! ¡Niñoooooooos! –Los
llamé a gritos– ¡Nos vamos!
–¿A
dónde mami? ¿A Zevilla? –Preguntó el pequeño.
–¡Mis
ganas! Pero no podemos, nos vamos lejos.
–Pero
Señora –me frenó Rosi– ¡Aún no se han lavado la cara!
–¡Pregúntame
si me importa! Pues no, no me importa. ¡Me voy! Antes de que ese
maldito roedor les inocule cualquier enfermedad.
Los
cogí de las manos y los hice volar por encima del camino de tepetate
hasta la casa principal. Nada más vernos mi suegra empezó –Estas
son las mañanitas que….
¡Socorroooo!
Era el cumpleaños de mi hijo Marco, y yo la había invitado a comer.
Nada más pensar en guisar en todas esa ollas llenas de orines del
ratón, mi estómago giró de nuevo.
–¡Ay
Señora! ¡Un ratón! ¡En la cocina! ¡Se autoinvitó al cumple!
¡Estoy muerta de asco!
–¡Ay
Rebe! No te preocupes, mujer. Son lindos ratoncitos de campo, que
comen pastito, y nada más.
¡Ay
no! En una jaula, dentro de un laboratorio, dando vueltas en su rueda
se ven monísimos, pero… ¡Están fuera de lugar! No quiero ver
serpientes en mi alacena, ni ratones en los hornillos.
Afortunadamente
Javier se hizo cargo de la situación. Se vistió de superhéroe
doméstico y me fue a rescatar. A los cinco minutos ya estaba de
vuelta.
–¿Lo
mataste Javier? –Le increpé.
–Sí
Señora.
–¿Seguro?
–Sí,
Señora.
–¿Se
derramó mucha sangre?
Javier
me miró convencido de que las españolas veníamos de otro planeta.
–Pss, no Señora.
–Entonces…
¿Cómo sabes que está muerto? –A veces pienso que he visto
demasiadas películas.
–Psss,
le di una madriza con la escoba.
No
me convenció, pero le contesté –Está bien, Javier. Muchas
gracias.
El
no saber, me tenía en ascuas, así que dejé a los niños con Rosi,
y regresé a la casa para hacerle la autopsia al cadáver. Cuando
llegué, se lo habían comido los perros. Así que, suponiendo que
había restos del ADN del animalejo por todos sitios, me armé con
guantes de látex y un garrafón de lejía, para, con la ayuda de
Raquel, hacerlo desaparecer por completo.
Mi
cuerpo no tocó tierra hasta dos días más tarde, cuando llegué a
Texcoco para pasar Navidad. De vuelta, yo estaba más calmada, aun
así, en cuanto vi a Raquel mi primera pregunta fue.
–¿Y
del ratón? Se supo más.
–Nada,
Rebe. Tranquila.
Me
quitó una losa que descansaba sobre mis hombros. Todo marchaba según
lo previsto: comimos, los niños durmieron la siesta, merendaron, los
bañamos, cenamos y los acostamos. Cuando por fin descanso mi espalda
en ese colchón que tanto había echado de menos, me acuerdo de que
no eché los garbanzos en agua para poner un puchero al día
siguiente, y ahí que voy hasta la cocina. Saco la olla, la pongo en
la encimera… una sombra pasó por el lado izquierdo de mi campo de
visión. Sacudí la cabeza… –Escribo demasiado –pensé. Pero no
perdía nada por intentarlo. Moví las tazas de adorno con mucho
cuidado y entonces lo vi. Sus enormes ojos negros me miraban con
descaro, como retándome. Me hizo un corte de manga, y volvió a
esconderse detrás de la hornilla. Llegué a la habitación sin
descuidar la retaguardia y sin pisar el suelo.
–¡Ay
Aleee! ¡Ay Aleeee! –Me lamentaba al borde de las lágrimas.
–¿Qué
te pasa chiquitina?
–¡Ay
que me muero! ¡Que me muero!
–Pero…
¿Qué tienes?
–Asco,
mucho, todo el del mundo. Está ahí, lo he visto, me ha mirado.
–¿Quién
está ahí, chica?
–El
maldito y asqueroso ratón, me está acosando psicológicamente.
Mi
marido se levantó, resignado, a echar los garbanzos en agua,
mientras yo espiaba escondida tras la arcada del comedor. Al día
siguiente era mi cumpleaños, ¡Ese condenado quería ayudarme a
soplar las velas! No me quería bañar, ni preparar el café, ni
nada. Anduve por la casa como una joven virgen en una película de
terror, con las nalgas pegadas a las paredes intentando silenciar
hasta el sonido de mi propia respiración. Yo era la víctima.
Cuando
llegó Raquel la acribillé a preguntas.
–Raquel,
ha vuelto.
–¿Quién
Rebe?
–El
ratón.
–Imposible,
lo mató Javier.
–No,
está aquí.
–Será
otro, Rebe.
–¿Cómo
era el que tú viste?
–Gris.
–Igual
que este ¿Cómo tenía los ojos?
–Pues
así –dijo simulando el tamaño–, redonditos y negros.
–¡Igual
que este! ¿Qué tamaño tenía?
–Pss
más o menos así –dijo señalando el tamaño de su dedo meñique.
–¡Igual
que este! ¿Lo ves? ¡Es el mismo!
–Rebe,
neta. Todos los ratones son iguales.
–No
Raquel, sólo los animales clonados son iguales ¡Es el mismo!
Definitivamente
me estaba volviendo loca.
Javier
volvió a acudir en mi rescate, pero esta vez no se encontró el
cuerpo del delito ¡Qué horror! Estaba condenada a permanecer en esa
casa sin tener la certeza de si el okupa seguía allí. Cuando
llegué, una Raquel desalmada me describió el olor de los orines y
todas y cada una de las localizaciones de las diminutas caquitas. –Tú
quieres volverme loca –le dije, y ella como siempre, soltó la
carcajada.
Algo
había aprendido, si seguía dentro, por donde andara el roedor,
dejaría un rastro de caca. Y si no, es que se había marchado por
donde llegó. Así que ahí me veo yo, con la boca tapada, una
linterna y todo un arsenal de material gráfico del superhéroe
favorito de mis hijos. Lo que Javier no había hecho por mí, lo
haría Spiderman. Con los libros de mis hijos taponé todos y cada
uno de los espacios por lo que yo creía podía entrar el invitado no
deseado. Una vez aislada del exterior, me decidí a analizar si
estaba sola o acompañada. Mi linterna revisó todos y cada uno de
los rincones de la casa, analizando cada pedacito oscuro para ver si
era o no, caca. No encontré.
Cuando
mi marido llegó después de trabajar me vio sentada en el sofá,
abrazando mis piernas, con la barbilla apoyada en mis rodillas, y la
vista y la linterna, fijas en la puerta de acceso, decidida a matarlo
con mis propias manos.
–Chica
¡Ya! ¿No?
–¡Ya
no! Es una lucha a muerte, o él o yo.
–¿Pero
has encontrado más cacas o algo?
–No,
pero he descubierto que tomó veneno, así que el cadáver puede
estar en cualquier parte.
–¡Relájate!
¿Relájate?
¡Como si fuera tan fácil! Necesitaba lo mismo que Salomé con la
cabeza de Juan Bautista, ver esa diminuta testera en una bandeja de
plata. Esa noche sería larga. Revisé las sábanas antes de meterme
dentro, cogí mi linterna y me acosté tapándome hasta la cabeza. La
tensión inicial fue dando paso a un sopor insufrible y me quedé
dormida. Me desperté sobresaltada, pero no me moví, sólo abrí los
ojos y las aletas de la nariz. Ese olor…ese olor tan pestilente,
tan desagradable… ¿Qué es? –Pensé– ¡Dios mío! ¡El cadáver
de mi visita! Y a juzgar por el hedor… debe estar acariciándome
con sus bigotes.
–¡Aaaagggggggggggg!
–Grité pegando las nalgas a mi marido– ¡Está aquí! ¡Está
aquí, y está muerto!
–¿Quién
se ha muerto?– Preguntó no de muy buen humor.
–El
ratón ¿No lo hueles?
–A
ver chica –dijo levantándose y encendiendo la luz–, es un
zorrillo. ¡Ya! No es un ratón.
–¿Qué
se ha muerto un zorrillo? ¿Aquí? –Lo que me faltaba.
–No,
chica. Que lo que huele es un zorrillo, lo andarían correteando los
perros y se ha orinado para espantarlos.
–¿Aquí?
Socorro
ni que estuviera acostada en medio del Arca de Noé.
–No
chica. Allá afuera.
–¡Si
huele que apesta aquí dentro!
Lo
que es una evidencia, es una evidencia.
–Huele
a kilómetros, así es su naturaleza.
–Pues
yo me cag… en la naturaleza –me dieron ganas de contestar. En
cambio me levanté y cogí mi linterna. Recorrí todos y cada uno de
los centímetros cuadrados de la casa, en busca de las cacas, el
ratón, el zorrillo o cualquier otra criatura hostil… pero nada.
Terminé
con la linterna en el ojo de mi marido, que había retomado el sueño.
Se volvió a incorporar malhumorado –Pero… ¿Qué haces?
–Buscando
pruebas.
–Y…
¿Las encontraste?
–Pues
no.
–¡PUES
DUÉRMETE DE UNA CHINGADA VEZ!
Arrepentido
de su grito me preguntó dulcemente –¿Estás más tranquila?
–Sí.
–Me
alegro, olvídalo ya. Se fue, para siempre.
–Sí.
Pero
no le creí, seguí taponando las puertas con los tebeos de
Spiderman, con la linterna dentro del escote. Vivo o muerto, no
descansaría hasta encontrarlo.
Esta
mañana por fín llegó la noticia que tanto ansiaba. Entró Rosi
dentro de la casa gritando –Tía, tía, ¡El ratón!
Aquí
todos son familia.
–¡Ay
socorro! ¡Ay socorro! ¡Mátalo! –Grité.
–No,
vengan –contestó la chiquilla.
Me
volvía a tapar la boca y salí al porche de la casa. Ahí estaba el
asqueroso, a escasos centímetros de la puerta de la casa, tieso,
frío, aniquilado por el veneno. Mi pesadilla por fin había
terminado. ¿O no? ¿Qué tal que antes de morir le dio la dirección
a su familia para que viniera a pasar el fin de año? No puedo
cometer errores. Lo he puesto de pie en un macetero, como advertencia
a quienes quieran entrar. ¡No saldrán vivos! Spiderman seguirá
protegiendo las puertas y ventanas por la noche, y Goliat (que así
le puse al cadáver) de día.
¡Ah,
por cierto! Gracias a todos aquellos y aquellas que me felicitaron el
cumpleaños deseándome que pasara un feliz día, ajenos a la odisea
por la que pasaba mi viva. ¡Gracias!