Toda persona que me conoce sabe que soy un despiste andante.
De hecho, a pesar de haber vaticinado la causa de mi muerte en anteriores
relatos, la realidad es que voy a morir de Alzheimer o de algún primo hermano
suyo. Todos, alguna que otra vez, hemos buscado las gafas de sol cuando las
teníamos puestas, o hemos apuntado al televisor sacudiendo el teléfono móvil en
la mano con la firme intención de cambiar de canal. Pero lo mío es más grave.
Mi madre algunas veces me llama la atención -¡Rebeca!!! ¡Esta niña no está buena de la cabeza! ¡Te vas a quedar “pa” darle palos a los charcos!
O lo que es lo mismo, loca de remate. Yo siempre digo que
menos mal que nunca me interesaron las drogas, porque si a mi degeneración
neuronal, le hubiera metido algún agravante, a estas alturas del partido la
baba me resbalaría por la comisura de los labios.
Entiéndase que no soy tonta, nunca caía en los juegos del
Santi de “Hey, hey gueitorei”, o en las batallitas mentales de los botellones.
Lo que soy es despistada, pero mucho, mucho. Mi marido, Loren, Belén, Silvia (la
de la calle Arrollo) y por supuesto mi familia, entre la que cabe destacar a mi
hermana Caro, se han reído de lo lindo a mi costa por mis ocurrencias.
La semana pasada, obsesionada hasta la médula por las moscas,
mientras domesticaba mi melena alimentada por champú de caballo, tenía encima
de la peinadora dos espráis, la laca, y el que ya habéis supuesto. Me mojé el
pelo, lo estiré hacia atrás lo más que pude, y sólo cuando me empezaron a picar
los ojos me di cuenta que en vez del Caprice, había cogido el Raid. Eso sí, ni
una sola mosca se me posó ese día.
Después de una serie de imprevistos esta semana por fin
apunté a los niños a clase de natación.
-Tienes que llevar gogles (gafas de buceo) y gorro, es
obligatorio -Me dice mi amiga Ana. Y allá que voy a preparar la maleta: las
toallas, las gafas y gorros a juego de la peli de Río 2, toallitas húmedas
(nunca se sabe cuando las vas a necesitar) y... ¡Ah, sí! ¡La merienda! Salgo
con tiempo, con mucho tiempo, pues es la primera vez que los llevo y no quiero
imprevistos. Miro en el bolso y allí está el sobre con los mil pesos de
mensualidad. Llego del tirón y sin perderme ¡Qué orgullosa estoy de mi misma
que ya sé moverme casi sola por Lagos! Como llego media hora antes, aprovecho
para darles de merendar a los niños, y aún nos sobra tiempo.
-¡Perfecto! -Les digo a los enanos- Así os cambio sin prisas.
¡Venga, iros quitando la ropa!
Abro el macuto para irles pasando los bañadores y... ¿Y los
bañadores? El calor me sube desde el estómago a la cabeza y empiezo a sudar ¡No
traje los bañadores! Ana me dijo que las gafas y los gorros eran obligatorios
¡Pero no dijo nada de bañadores!
-Niños, nos vamos.
-No, mamá.
-¿Por qué mamá?
-Porque no traje los bañadores.
-No importa mami, nos bañamos en pelotilla picá- Me dice el
chico.
-Esto es México, tesoro, la desnudez es casi delictiva.
El niño me mira con cara de... mi madre se ha vuelto loca, y
empieza a llorar. Entonces hago de tripas corazón, salgo de los vestuarios y me
dirijo a donde está la monitora. Trago saliva.
-¡Oiga!
-¿Mande?
-¿Qué cree? Se me olvidaron los bañadores.
Me mira con cara de querer más información.
-Los trajes de baño -aclaro- ¿Los puedo bañar en
calzoncillos?
-Sí, claro. No hay problema -Me contesta mientras guarda la
carcajada entre los dientes.
Y allá que voy a por mis niños, a presionarles los cerebros
con la cubierta gomosa, a cubrirles los ojos con los guacamayos azules y
verdes, y a lucirlos con su ropa interior de Spiderman.
El destino quiso que sólo otra niña, y su consabida mamá,
fueran testigos de los agujeros de mi memoria a corto plazo.
Pero desgraciadamente, esto no es lo peor que he hecho en mi
vida, ni mucho menos. Casi una vez al año, coincidiendo con alguna fiesta de
renombre, entretengo a la concurrencia con mis anécdotas. Hoy voy a dejar
testigo de una de ellas. Para muestra, un botón.
Hace algún que otro año, cuando no era mamá en exclusiva, se
nos ocurrió mi hermano, a Loren, a Alejandro y a mí comprar una casa rural con
el propósito de restaurarla y convertirla en hotel. El inmueble era nada más y
nada menos que la casa del antiguo practicante, nos salió por cuatro perras,
pero dependíamos de un proyecto europeo para poder restaurarla. El pueblo, no
podía ser más bonito, Hornachuelos, situado entre las montañas, al pie de un
hermoso lago, en plena Sierra Morena cordobesa. Orgullosos de nuestra
adquisición planeamos una visita para mostrarles la casa a mi hermana y a Moi.
-¡Qué bonito! ¡Qué bonito!
-Aquí en la azotea, va la piscina.
-¡Qué vistas!
-Deberíais aprovechar las diferentes alturas.
-Por supuesto.
Y bla, bla, bla, llegó la hora de ir a comer. Después de dos
horas de camino, y de media planeando las obras de la casona, mi vejiga no daba
más de sí. Así que en cuanto llegamos al restaurante del embarcadero me levanté
para ir al baño.
-Voy contigo -Dijo Loren.
Y allá que vamos las dos, yo charla que te charla y Loren “po
sí, po sí”. Normalmente le hubiera dado el bolso a mi amiga, pero había un
perchero de siete pomos de pino sin lacar, del que sólo había colgado un enorme
paquetón de rollos de papel higiénico, así que ambas dejamos nuestros bolsos
ahí. Y ya supondrán lo que hacen las mujeres en los baños: Hablar, y del baño.
Cuando acabamos recogimos nuestras cosas y salimos. De repente me doy cuenta
que todo el mundo me está mirando. Bajo la mano hasta los muslos y me aseguro
de que no me he dejado la falda metida dentro de las bragas. Falsa alarma, todo
está bien. Pero no, a una Señora, la comida le resbala por la barbilla de puro
asombro, un caballero ha dejado el tenedor suspendido en el aire para
contemplarme, y lo que es peor, desde la otra punta del restaurante veo que la
cara de mi hermana está seria, cabreada, roja, incandescente casi, y me mira
como queriendo matarme.
-¿Y a esta? ¿Qué le pasa? -Le pregunto a Loren.
Ella es más pequeña, pero siempre ha sido la seria, la
comedida. Loren se encoje de hombros y no contesta, pero en el ambiente se
masca la tragedia: el dueño del bar también me observa preocupado, con el
teléfono en la mano, quien sabe si para llamar a emergencias. Caro por fin
revienta, se pone de pie y me grita intentando dominar su timidez.
-¿Dónde vas?
-¿Cómo que dónde voy? ¡La niña esta! -Protesto- ¿Dónde voy a
ir? ¡Pues a sentarme!
-No Rebeca, te pregunto que ¿Dónde vas... -hace una pausa
para apaciguar su cólera- dónde vas con
el paquete de 24 rollos de papel higiénico colgado del brazo?
Sólo entonces noto el bulto, la presión del plástico en mi
axila, el sonido del material al rozarme el costado, y no quiero mirar, no
quiero ver los 27 pares de ojos fijos en mí, intentando encontrar una
explicación a mi excéntrica conducta. Pego los míos al suelo, la frente, ya me
gustaría, y desando los pasos, rosa, roja, púrpura, morada, negra. Abro la
puerta del baño y allí esta mi bolso, riéndose de mi sombra, testigo de mi
pública humillación. Regreso el paquete de higiénicos a su sitio, y yo vuelvo
al mío, ahora sí con mi bolso, avergonzada, para no comer, no beber y ser
blanco de burlas por una larga temporada. Nunca en mi vida me he alegrado tanto
de que no me concedieran una subvención. El hotel no se hizo, y la casa se vendió,
espero que el tiempo les haya hecho olvidar a la loca del papel del váter.
Contado queda, para otro día dejo, lo de las velitas y lo de
las portadas de Forem, que por hoy ya me he expuesto bastante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Muchas gracias por tu opinión.