viernes, 28 de marzo de 2014

Un invitado no deseado


¡Socorro, socorro! ¡Qué asco más grande! ¡No, no y no! Animales de más de dos patas ¡No gracias!
¡Era lo único que me faltaba! ¡Un maldito ratón! No soy especialita, ni asquerosita, no. No soy la típica mujer que chilla como una condenada cuando ve algún insecto no volador o un animal poco común, yo no. Eso sí, soy ordenada, como dice mi suegro: un lugar para cada cosa y cada cosa en un lugar. Todo revuelto… ¡Ni madres!
El día del cumpleaños de mi hijo Marco, me estaba yo peinando tranquilamente cuando irrumpe Raquel en mi habitación.
Rebe, tengo una mala noticia.
No me digas más, ¡Te has quedado embarazada!
Tal es la fertilidad de la gente de estas tierras que no lo dudé ni un instante.
Peor….¡Hay un ratón!
¿Uno sólo? ¡Que raro! Suele haber miles en el campo –tonta de mí.
No Rebe, en el campo no, aquí mero.
No contesté, todos y cada uno de los pelos de mi cuerpo se pusieron de punta (y eso que me acababa de depilar), incluidos los de la planta del pie, y levité. Levité de puro asco que me dio. Tuve que recoger mis ojos del suelo porque se me habían salido de las órbitas.
Dime que es mentira –le rogué.
No, Rebe. Neta, yo lo ví salir de detrás de la estufa y Rosi lo vio regresar.
Aaaaggggggg –chillé agonizante– ¡Que asco! ¡Qué asco más grande!
Pero ¿Quién c…. (cada quien que complete con sus propios recursos lingüísticos) le había dado licencia, permiso, invitación formal a ese animal de cuatro patas para que campara a sus anchas por la casa en la que vivo? ¿Quién?
No podía ser. A mí no me podía estar pasando eso ¿Para dónde iba a correr? ¡No podía! ¡Mis pies no tocaban el suelo! Quería teletransportarme a un laboratorio clínicamente esterilizado. ¿Y mis hijos? Mi imaginación voló sola, como de costumbre, y me los imaginé, acosados por una enorme rata de pelo gris pegosteado por la suciedad. Con su lengua rojiza intentaba lamerles sus caritas.
¡Nooooo! –volví a gritar en voz alta, tapándome la cara con el cuello de mi chaleco.
Pero…¿Qué pasa Rebe? –Insistió Raquel.
¿Qué qué pasa? ¡Que un roedor plagado de enfermedades contagiosas, el mismo que contagió la peste bubónica a media humanidad durante la edad media, regresó de entre los muertos para pasearse por mis cacerolas, acostarse en mis paños de cocina, y arroparse por la noche entre las sábanas de mis hijos! ¿Y tú me preguntas qué pasa?...
Raquel me miró convencida de que había enloquecido, y viendo que estaba a punto de desaparecer en medio de mis nauseas, tomó las riendas.
Mira, no te preocupes, desayuna tranquila y luego le dices a tu suegro para que venga Javier, y nos ayude a retirar la estufa y a matar al ratón.
¿Desa… qué? ¡Estoy a punto de echar la primera papilla! Y… ¿Me pides que desayune? ¡Ni hablar de la peluca, me voy! ¡Niñoooooooos! –Los llamé a gritos– ¡Nos vamos!
¿A dónde mami? ¿A Zevilla? –Preguntó el pequeño.
¡Mis ganas! Pero no podemos, nos vamos lejos.
Pero Señora –me frenó Rosi– ¡Aún no se han lavado la cara!
¡Pregúntame si me importa! Pues no, no me importa. ¡Me voy! Antes de que ese maldito roedor les inocule cualquier enfermedad.
Los cogí de las manos y los hice volar por encima del camino de tepetate hasta la casa principal. Nada más vernos mi suegra empezó –Estas son las mañanitas que….
¡Socorroooo! Era el cumpleaños de mi hijo Marco, y yo la había invitado a comer. Nada más pensar en guisar en todas esa ollas llenas de orines del ratón, mi estómago giró de nuevo.
¡Ay Señora! ¡Un ratón! ¡En la cocina! ¡Se autoinvitó al cumple! ¡Estoy muerta de asco!
¡Ay Rebe! No te preocupes, mujer. Son lindos ratoncitos de campo, que comen pastito, y nada más.
¡Ay no! En una jaula, dentro de un laboratorio, dando vueltas en su rueda se ven monísimos, pero… ¡Están fuera de lugar! No quiero ver serpientes en mi alacena, ni ratones en los hornillos.
Afortunadamente Javier se hizo cargo de la situación. Se vistió de superhéroe doméstico y me fue a rescatar. A los cinco minutos ya estaba de vuelta.
¿Lo mataste Javier? –Le increpé.
Sí Señora.
¿Seguro?
Sí, Señora.
¿Se derramó mucha sangre?
Javier me miró convencido de que las españolas veníamos de otro planeta. –Pss, no Señora.
Entonces… ¿Cómo sabes que está muerto? –A veces pienso que he visto demasiadas películas.
Psss, le di una madriza con la escoba.
No me convenció, pero le contesté –Está bien, Javier. Muchas gracias.
El no saber, me tenía en ascuas, así que dejé a los niños con Rosi, y regresé a la casa para hacerle la autopsia al cadáver. Cuando llegué, se lo habían comido los perros. Así que, suponiendo que había restos del ADN del animalejo por todos sitios, me armé con guantes de látex y un garrafón de lejía, para, con la ayuda de Raquel, hacerlo desaparecer por completo.
Mi cuerpo no tocó tierra hasta dos días más tarde, cuando llegué a Texcoco para pasar Navidad. De vuelta, yo estaba más calmada, aun así, en cuanto vi a Raquel mi primera pregunta fue.
¿Y del ratón? Se supo más.
Nada, Rebe. Tranquila.
Me quitó una losa que descansaba sobre mis hombros. Todo marchaba según lo previsto: comimos, los niños durmieron la siesta, merendaron, los bañamos, cenamos y los acostamos. Cuando por fin descanso mi espalda en ese colchón que tanto había echado de menos, me acuerdo de que no eché los garbanzos en agua para poner un puchero al día siguiente, y ahí que voy hasta la cocina. Saco la olla, la pongo en la encimera… una sombra pasó por el lado izquierdo de mi campo de visión. Sacudí la cabeza… –Escribo demasiado –pensé. Pero no perdía nada por intentarlo. Moví las tazas de adorno con mucho cuidado y entonces lo vi. Sus enormes ojos negros me miraban con descaro, como retándome. Me hizo un corte de manga, y volvió a esconderse detrás de la hornilla. Llegué a la habitación sin descuidar la retaguardia y sin pisar el suelo.
¡Ay Aleee! ¡Ay Aleeee! –Me lamentaba al borde de las lágrimas.
¿Qué te pasa chiquitina?
¡Ay que me muero! ¡Que me muero!
Pero… ¿Qué tienes?
Asco, mucho, todo el del mundo. Está ahí, lo he visto, me ha mirado.
¿Quién está ahí, chica?
El maldito y asqueroso ratón, me está acosando psicológicamente.
Mi marido se levantó, resignado, a echar los garbanzos en agua, mientras yo espiaba escondida tras la arcada del comedor. Al día siguiente era mi cumpleaños, ¡Ese condenado quería ayudarme a soplar las velas! No me quería bañar, ni preparar el café, ni nada. Anduve por la casa como una joven virgen en una película de terror, con las nalgas pegadas a las paredes intentando silenciar hasta el sonido de mi propia respiración. Yo era la víctima.
Cuando llegó Raquel la acribillé a preguntas.
Raquel, ha vuelto.
¿Quién Rebe?
El ratón.
Imposible, lo mató Javier.
No, está aquí.
Será otro, Rebe.
¿Cómo era el que tú viste?
Gris.
Igual que este ¿Cómo tenía los ojos?
Pues así –dijo simulando el tamaño–, redonditos y negros.
¡Igual que este! ¿Qué tamaño tenía?
Pss más o menos así –dijo señalando el tamaño de su dedo meñique.
¡Igual que este! ¿Lo ves? ¡Es el mismo!
Rebe, neta. Todos los ratones son iguales.
No Raquel, sólo los animales clonados son iguales ¡Es el mismo!
Definitivamente me estaba volviendo loca.
Javier volvió a acudir en mi rescate, pero esta vez no se encontró el cuerpo del delito ¡Qué horror! Estaba condenada a permanecer en esa casa sin tener la certeza de si el okupa seguía allí. Cuando llegué, una Raquel desalmada me describió el olor de los orines y todas y cada una de las localizaciones de las diminutas caquitas. –Tú quieres volverme loca –le dije, y ella como siempre, soltó la carcajada.
Algo había aprendido, si seguía dentro, por donde andara el roedor, dejaría un rastro de caca. Y si no, es que se había marchado por donde llegó. Así que ahí me veo yo, con la boca tapada, una linterna y todo un arsenal de material gráfico del superhéroe favorito de mis hijos. Lo que Javier no había hecho por mí, lo haría Spiderman. Con los libros de mis hijos taponé todos y cada uno de los espacios por lo que yo creía podía entrar el invitado no deseado. Una vez aislada del exterior, me decidí a analizar si estaba sola o acompañada. Mi linterna revisó todos y cada uno de los rincones de la casa, analizando cada pedacito oscuro para ver si era o no, caca. No encontré.
Cuando mi marido llegó después de trabajar me vio sentada en el sofá, abrazando mis piernas, con la barbilla apoyada en mis rodillas, y la vista y la linterna, fijas en la puerta de acceso, decidida a matarlo con mis propias manos.
Chica ¡Ya! ¿No?
¡Ya no! Es una lucha a muerte, o él o yo.
¿Pero has encontrado más cacas o algo?
No, pero he descubierto que tomó veneno, así que el cadáver puede estar en cualquier parte.
¡Relájate!
¿Relájate? ¡Como si fuera tan fácil! Necesitaba lo mismo que Salomé con la cabeza de Juan Bautista, ver esa diminuta testera en una bandeja de plata. Esa noche sería larga. Revisé las sábanas antes de meterme dentro, cogí mi linterna y me acosté tapándome hasta la cabeza. La tensión inicial fue dando paso a un sopor insufrible y me quedé dormida. Me desperté sobresaltada, pero no me moví, sólo abrí los ojos y las aletas de la nariz. Ese olor…ese olor tan pestilente, tan desagradable… ¿Qué es? –Pensé– ¡Dios mío! ¡El cadáver de mi visita! Y a juzgar por el hedor… debe estar acariciándome con sus bigotes.
¡Aaaagggggggggggg! –Grité pegando las nalgas a mi marido– ¡Está aquí! ¡Está aquí, y está muerto!
¿Quién se ha muerto?– Preguntó no de muy buen humor.
El ratón ¿No lo hueles?
A ver chica –dijo levantándose y encendiendo la luz–, es un zorrillo. ¡Ya! No es un ratón.
¿Qué se ha muerto un zorrillo? ¿Aquí? –Lo que me faltaba.
No, chica. Que lo que huele es un zorrillo, lo andarían correteando los perros y se ha orinado para espantarlos.
¿Aquí?
Socorro ni que estuviera acostada en medio del Arca de Noé.
No chica. Allá afuera.
¡Si huele que apesta aquí dentro!
Lo que es una evidencia, es una evidencia.
Huele a kilómetros, así es su naturaleza.
Pues yo me cag… en la naturaleza –me dieron ganas de contestar. En cambio me levanté y cogí mi linterna. Recorrí todos y cada uno de los centímetros cuadrados de la casa, en busca de las cacas, el ratón, el zorrillo o cualquier otra criatura hostil… pero nada.
Terminé con la linterna en el ojo de mi marido, que había retomado el sueño. Se volvió a incorporar malhumorado –Pero… ¿Qué haces?
Buscando pruebas.
Y… ¿Las encontraste?
Pues no.
¡PUES DUÉRMETE DE UNA CHINGADA VEZ!
Arrepentido de su grito me preguntó dulcemente –¿Estás más tranquila?
Sí.
Me alegro, olvídalo ya. Se fue, para siempre.
Sí.
Pero no le creí, seguí taponando las puertas con los tebeos de Spiderman, con la linterna dentro del escote. Vivo o muerto, no descansaría hasta encontrarlo.
Esta mañana por fín llegó la noticia que tanto ansiaba. Entró Rosi dentro de la casa gritando –Tía, tía, ¡El ratón!
Aquí todos son familia.
¡Ay socorro! ¡Ay socorro! ¡Mátalo! –Grité.
No, vengan –contestó la chiquilla.
Me volvía a tapar la boca y salí al porche de la casa. Ahí estaba el asqueroso, a escasos centímetros de la puerta de la casa, tieso, frío, aniquilado por el veneno. Mi pesadilla por fin había terminado. ¿O no? ¿Qué tal que antes de morir le dio la dirección a su familia para que viniera a pasar el fin de año? No puedo cometer errores. Lo he puesto de pie en un macetero, como advertencia a quienes quieran entrar. ¡No saldrán vivos! Spiderman seguirá protegiendo las puertas y ventanas por la noche, y Goliat (que así le puse al cadáver) de día.
¡Ah, por cierto! Gracias a todos aquellos y aquellas que me felicitaron el cumpleaños deseándome que pasara un feliz día, ajenos a la odisea por la que pasaba mi viva. ¡Gracias!


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