sábado, 15 de junio de 2013

Don Enrique

Con 55 años y los mismos kilos de peso, a veces Don Enrique me recuerda a mi padre. Los dos son flacos y chaparros porque no han tenido tiempo para pararse a engordar o a crecer. A ninguno se le paran las moscas, ni les crecen telarañas. A veces, les pasa como a los dibujitos animados, que las piernas se les vuelven circulares por el efecto del movimiento. Los dos tienen buen son, buena vibra. En estos aspectos,
confío mucho en los niños, ellos conservan ese olfato para las personas que a nosotros, llenos de prejuicios, normas sociales y estereotipos obsoletos, hace tiempo que se nos atrofió, y los dos adoran a su abuelo, y sienten simpatía por Don Enrique.
Su rostro, curtido por los años de trabajar a pleno sol, se encuentra surcado de arrugas, y en medio de este, unos ojos vivarachos color miel que parecen contar que vivieron tiempos mejores. Siempre anda inquieto, pero nunca anerviosado, sea la hora que sea, si se le solicita cualquier cosa, contesta:
-Ahorita mismo mi patrón- o –Deje no más que me eche mi taquito, agarro mi coca y allá que voy mi patrón.
Habla demasiado rápido, montando vocales y consonantes una encima de las otras, moviendo su bigote mexicano arriba y abajo mientras pelea con las palabras. Parece estar preocupado por el tiempo de intervención que se le concede. Esta circunstancia y la cantinela laguense con la que hace bailar su discurso, han hecho que yo haya tardado más de seis meses en poder entenderlo.
Don Enrique es simpático, tiene una sonrisa fácil y cercana con la que a menudo deja a la vista la alambrada metálica que sostiene su maltratada dentadura. En este aspecto su esposa, Estela, se le parece mucho, mi suegra dice de ella que siempre anda pelando la mazorca, es decir, enseñando hasta las muelas de juicio. Más de 30 años de amor entre ellos, han dado como fruto 9 descendientes vivos, y quién sabe cuántos embarazos frustrados. No se le conocen amantes al buen hombre, pues se le sabe perdidito por Doña Estela, pero las lenguas afiladas dicen que ninguna mujer le puede sostener la mirada, porque la embaraza, -No más de puro mirar, señora- Me aseguran las muchachas, mientras se santiguan.
Mi suegro algunas veces tiene un sentido del humor un poco extraño, y le ha mandado coser, a su encargado, unas extrañas camisas con los colores de la yeguada: verde botella, en la solapa, las delanteras y la trasera; morado, en las musetas y el bordado del bolsillito; y oro en la tirilla del cuello y las mangas cortas. Hubo un problema de ajuste entre los ojos de la costurera y las medidas de Don Enrique, que dieron como resultado una diferencia de tres tallas más de las que necesita el patrón, y aun así el hombre se viste estoicamente con esas camisas carentes de todo gusto, a juego con una gorrita igual de colorista.
Ahí no acaba la cosa, sino que sea porque el hombre es friolero, sea porque no quiere que el sol lo tueste en exceso, debajo de esa camisa deforme y fauvista, se coloca otra suya, la que sea, la que le toque: camisas lisas, rayadas, de cuadros, floreadas…si no fuera porque a Don Enrique le sobra personalidad y estima en el rancho, su paso despertaría las carcajadas de propios y ajenos. Alejandro dice que así vestido parece beisbolero, y yo, rehilete: delgado como un palo, y con todos esos tejidos de colores inflados por el viento.
Mi marido también le tiene un cariño especial, a pesar de lo desorganizado y caótico que puede parecer en su trabajo como encargado del rancho. Cuando lo llama por teléfono la conversación siempre es la misma.
-¿Don Enrique? Habla Alejandro.
-Buans tardes patrón, a sus sordens mi patrón- Las prisas, no lo dejan pronunciar bien, claro que a mí tampoco.
-¿Dónde anda, Don Enrique?- Continúa mi marido aun conociendo de antemano la respuesta.
-Quí ando patrón, en el pipote patrón.
El pivote es un eje sobre el que gira un largo brazo de hierro que riega la tierra en círculos. Por alguna extraña razón, Don Enrique se encuentra fascinado por el pivote, tan fascinado como las catarinas con la luz, los mayates con la piscina de mis hijos o las mosquitas de la fruta con el agua.
No pasa un solo día sin que el patrón (creo que no tengo que explicar el motivo por el que lo llamamos así) no se acerque a verlo una, dos, tres o incluso más veces. Si ventea, sale como alma que lleva el diablo para ver si el aironazo lo deformó; si truena, va a checar que no se haya incendiado parte del prodigioso dispositivo; si llueve, comprueba cada media hora que ese gigante de hierro esté intacto. Tal es el amor incondicional e irracional que Don Enrique le profesa a su “pipote”, que a veces me recuerda a la atracción que Don Quijote tenía por los molinos de viento.
Cuando nos aburrimos en casa, siempre damos una vuelta hasta el pivote para hablar con el patrón, al que vemos plantado, embelesado, delante de su molino de agua, abrumado por su grandeza, maravillado por su simplicidad, con los ojos brillantes por la complicidad hombre-máquina, en medio de los pastos florecidos de alfalfa, tímidamente moteados de mezquites con la majestuosa mesa enmarcada.
Mi marido cree que lo va a hacer el hombre más feliz del mundo, pues está en proyecto un segundo pivote, pero yo creo que Don Enrique no comparte su corazón, ni con Estela, a la que permanece fiel, por lo años de los años, ni con su gigante de hierro, al que cuida y protege como si se tratara de su décima criatura.

No importa los pipotes que vengan, ninguno será como el primero, y Don Enrique seguirá pasando sus días escudriñando por debajo de su gorra, con los ojos encogidos, la integridad de su amigo, y sus noches en eternas escapadas llenas de íntimas confidencias a quien no lo juzga, a quien no lo conoce, ofreciendo un cariño sólo de ida, que le ayuda a soportar las frías noches sin Estela.

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