La infancia es sin duda la etapa más complicada de la
vida de las personas. Durante la misma, la cabeza se llena de preguntas para
las que a menudo no hay respuesta. Además se produce una inevitable batalla
contra el Estatus Quo, que quien más y quien menos, hemos librado con nuestros
padres.
–¿Y por qué?
–Pues porque yo lo digo y soy tu madre, así que ¡A
callar!
El desencadenante de este cierre de conversación
varía de un caso a otro, pero en todos ellos es la causa de los traumas
infantiles que nos acompañarán durante toda nuestra vida. Cada quien tiene el
suyo. Mi marido tiene treinta y cinco años, y no puede desayunar huevos
revueltos, ni tomar batido de plátano. Ambos alimentos constituyeron su
desayuno durante los 1461 días que duró su licenciatura. Hoy por hoy le dan
arcadas nada más nombrarlos.
Ahora España vive una situación de crisis tremenda,
quizás la mayor desde que llegó la democracia, pero es que no nos acordamos de
cuando éramos niños ¿O si? ¿Quién se acuerda que los cubiletes de los lápices
de colores eran latas de tomate frito forradas de papel de regalo con una cinta
aislante en el filo para que no nos cortáramos los dedos? ¿Cuántos zapatos
tienen hoy en día nuestros hijos? Porque cuando yo era pequeña tenía uno o dos.
¿A quién no le tiñeron de oscuro los zapatos de la comunión para poder usarlos
durante el invierno? ¿Quién no ha heredado ropa y pijamas de los vecinos?
¿Quién no ha visto a sus padres jugar al bingo con garbanzos en la casa de los
amigos? No había dinero para ir de bares. Yo tenía una caja de lápices Alpino,
y hasta que ya no cabían en el sacapuntas, y te dejabas las uñas intentando
colorear, no se compraban otros nuevos. ¿Cuántos libros infantiles había en
vuestra casa? En la mía el Michu y el Palau. Decididamente los tiempos han
cambiado mucho.
Nuestras madres estiraban las pesetas hasta lo
innombrable. Nos cosían los vestidos con las sisas de una cuarta y quince
centímetros de dobladillo, y desde que una tenía tres años, hasta que le venía
la regla, año con año se le sacaba a la bastilla, y todos felices y contentos. No
había ropa de temporada, en verano te ponías los vestidos, y en invierno los
vestidos con las camisetas interiores debajo. Todo ello por no hablar de las
tecnologías que rodeaban nuestras vidas. La primera vez que vi la televisión en
color tenía siete años.
–Rebecaaaaaaaaaa, sube que hay una sorpresa.
Lógicamente me gritaba por el patinillo del piso en
el que vivíamos. Los niños jugábamos solos en la calle. No era necesaria la
supervisión de los adultos. Y allá que fui, con los calcetines de croché que te
dejaban todos los pies señaladitos. ¡No podía creerlo! Aquello sí que era magia
potagia retagia. En la pantalla aparecía Torrebruno, con un vistoso atuendo
circense de color rojo sangre. Los niños coreaban –¡Tigres, tigres, leones,
leones, todos quieren ser los campeoooooneeees!!!
Mi hermano y yo nos quedamos anclados, petrificados,
ante aquel derroche de progreso.
Hoy en día, cualquier niño, antes siquiera de empezar
a hablar, ya manejan iphones, ipad, tables, smarthphones, con una soltura que
nos deja pasmados, turulatos. Son otros tiempos. Pero igual que ayer, hoy, las
madres y los padres les causaremos algún trauma que recordarán de por vida, el
tiempo nos dirá cuál.
Cuento todo esto, para justificar un poco la crueldad
de mi madre. Mi trauma tiene que ver con las bolsas de basura. Hoy en día las
hay verdes, moradas, blancas, perfumadas… en mis tiempos sólo había negras.
Igual que hoy, ayer, los niños, durante la etapa escolar nos disfrazábamos muy
a menudo, pero no había tiendas de veinte duros.
Que llegaban los carnavales…
–Mamá ¿De qué me voy a disfrazar?
–De conguito.
Leotardos negros, chaleco de cuello vuelto negro,
cara pintada de negro, hueso de pollo entremetido por la cola, y a modo de falda…
bolsa de basura negra en la que había pegado manchas blancas recortadas de un
folio.
En la celebración de fin de curso…
–Mamá ¿De qué me voy a disfrazar?
–De punky.
Media negras, maillot negro, pelo perfectamente
cardado pintado de colores, e imitando una falta de cuero… una bolsa de basura
negra sujeta con dos vueltas de algún que otro cinturón de mi madre.
Carnavales siguientes…
–Mamá ¿De qué me voy a disfrazar?
–De hormiga.
Leotardos negros, chaleco de cuello vuelto negro,
diadema con antenas negra, y… la maldita bolsa con tres agujeros, uno para la
cabeza y dos para los brazos.
Otro fin de curso…
–Mamá ¿De que…?
–De Alaska.
De las medias negras ya se me salían los dedos de lo
pies, encima de las mismas me tuve que poner unas bragas para evitar que se me
cayeran. Esta vez el diseño de la maldita bolsa imitaba un traje de cuero con
un hombro al descubierto y el otro no. En pleno junio cuando se celebraba la
fiesta, ese plástico negro me hacía sudar por sitios que yo no sabía que tenían
poros.
Verano: cumpleaños de Leticia…
–Mamá y ahora ¿Dónde me toca ponerme la bolsa de
basura?
–En las piernas hija, de falda, te voy a disfrazar de
Fama. Te pones una camiseta de colores, mis pendientes hippies, un pañuelo en
la frente, una cola al lado y ¡Ya verás! ¡Vas a estar perfecta!
¡Qué perfecta ni que siete leches! Estaba hasta las
narices del dichoso plástico negro con olor a reciclado. Después de llorar en
una esquina, terminé en bragas, cualquier cosa antes que la bolsa. Me había hecho
una promesa a mí misma: nunca más me disfrazaría con una bolsa de basura.
A medida que se acercaban los siguientes carnavales,
me fui poniendo más y más nerviosa, hasta que un día mi madre me preguntó.
–Rebeca ¿Qué te pasa?
–Nada mamá.
–Nada ¿Cómo va a ser? Estás triste y enfadada, algo
te pasa, dime.
Viendo el derroche de comprensión me lancé al agua.
–No quiero ir a los carnavales.
–¿Y eso?
–No quiero ir, no me quiero disfrazar.
–¡Pero si te encanta disfrazarte!
–Sí, pero como el resto de mis amigas, de princesa,
de caperucita, de india, pero no vestida con bolsas de basura.
El silencio se hizo entre nosotras, ella bajó la
cabeza y pareció recapacitar –Está bien, ya veremos qué podemos hacer.
–Pero con bolsas de basura NO.
–No te preocupes, esta vez será distinto.
Me quedé bastante más tranquila. Cuando llegó el día
la impaciencia me consumía por ver mi disfraz. Toda una parafernalia estaba
montada alrededor de mi sorpresa, a la hora señalada pasé al cuarto para
descubrirla, y allí estaba. Leotardos amarillos, un moño del mismo color para
el pelo, y … una enorme caja de cartón forrada de papel charol rojo, la de la
tele en color, donde vi a Torrebruno. A la caja le habían hecho otros tres
agujeros: uno para mi pobre cabeza y otros dos para mis resignados brazos. ¡Iba
vestida de paquete regalo! Durante la fiesta no pude andar con soltura, ni
sentarme, ni ir al baño, ni siquiera pude pegar mis extremidades al cuerpo
durante las seis horas que duró la celebración, y de repente tuve una visión.
Me vi vestida de televisor, de tetrabrick de leche, de enorme caja de galletas,
de cohete espacial y de quien sabe qué tantos ingenios fabricados con cajas de
cartón. Llamé a mi madre urgentemente.
–Dime hija.
–Mamá, quiero que sepas una cosa.
–¿El qué?
–De ahora en adelante…–me iba a traicionar a mí
misma– me puedes seguir disfrazando con bolsas de basura.
Dicho y hecho, después de aquello tuve disfraces de
vampiresa, de Madonna, de la bruja Avería, de regaliz gigante, y todos ellos
sin excepción, con mi inseparable complemento: las malditas bolsas negras.
Así que ahora, cuando siento los azotes de la crisis, me acuerdo de aquellos momentos, y sonrío feliz al saber que me alcanza el
salario para disfrazar a mis hijos sin los depósitos de los desperdicios.
Me has alegrado un largo y duro dia de trabajo Rebe. No se puede tener mas gracia. Aun me duele la mandibula de reirme.
ResponderEliminarMil besos desde Sevilla.
Soy Irene.