viernes, 12 de abril de 2013

Las Plagas del Apocalipsis


Una vez escuché en la tele que si pesáramos por un lado todos los insectos del mundo, y por el otro los animales, el tonelaje total de los primeros duplicaría al de los segundos. No sé si esto es verdad o mi imaginación lo ha exagerado, pero lo que sí estoy en condiciones de certificar es que en México se cumple esta norma.
Aquí sola, mis niños dormidos, mi marido trabajando, nadie en más de tres kilómetros a la redonda… ¡No puedo escuchar el sonido de las teclas del ordenador por el zumbido de los insectos! Si Dios hubiera sido mexicano, hubiera tenido más imaginación
a la hora de enviar las plagas. Pues todos los días tenemos una diferente.
En el coche, nunca somos cuatro, mínimo viajamos quince: Alejandro padre, Alejandro hijo, Marco, una servidora, y por lo menos once o doce moscas. Estamos tan habituados, que ya andamos como los pobres niños del Biafra, hablando con cuatro o cinco moscas colgadas de los labios como si tal cosa.
Cuando mis hijos se levantan por la mañana, desayunan, y entre Rosi y yo los arreglamos, es decir: les lavamos la cara y las manos, les ponemos protector solar, los vestimos, y les damos a cada uno un matamoscas. ¡La cosa no está para menos!
Un día al caer la tarde, estábamos mi marido, mis hijos y yo, entre jugando y matando el tiempo, cuando de pronto, empezamos a escuchar un zumbido que se intensificaba por momentos y el cielo se empezó a llenar de un montón de pelotitas rojas -¿Qué es eso?- pregunte a mi marido con voz en grito.
-Psss ¿Qué va a ser chiquitina? Catarinas-.
-¿Cata….qué?
-Coggrre mami que te come- Exclamó Marco acertadamente.
Tuvimos que dejar de hablar y entrar en desbandada a la casa porque esas mariquitinas sin lunares, estaban intentando introducirse por nuestros orificios corporales.
Afortunadamente, las casa mexicanas están preparadas para este tipo de cataclismos y tienen mosquiteras o insecteras, pero nada podía detener el tesón de esos colorados animalillos que se colaban por todos y cada uno de los resquicios que encontraban. Armada con mi pistola de Raid, intenté hacerles frente, y por un momento, creí que lo había logrado. Hasta que Alejandro, que en ese momento estaba dando buena cuenta de su cena, llamó mi atención.
-¡Mami, mami! ¡Mira!- dijo señalando la ventana del comedor.
Miré, y vi claramente como una oleada de inmigrantes sin papeles se colaba por un pequeño agujero de la madera de la ventana. De la ventana caían al poyete y de este, al suelo. Con tanta velocidad entraban y caían que hasta hacían ruido craj, craj, craj. No me lo pensé dos veces y cogí el insecticida que no andaba muy lejos. Con el objetivo de exterminar esa plaga, por poquito y ahogo a mis niños, que me miraban azulitos mientras yo me ensañaba con aquello.
Mi marido me echó una mano, localizó la grieta fronteriza y la taponó, dando por finalizado así el asedio de esos bichos. Pero aunque no podían entrar, no cejaron en su propósito y podíamos escuchar con toda claridad como una y otra vez, torpes y obcecados chocaban contra la ventana siguiendo esas órdenes secretas que les decían –¡Vayan hacia la luuuuz!-. Tan intrigada me tenía ese enorme cascareo que fui a mirar por la ventana a ver qué pasaba.
-¡Aleeeeeee! ¡Aaaaaleeee! Corre, ven rápido ¡Las catarinas se están llevando el paquete de tabacos!
Alejandro estalló en carcajadas, y mientras venía hacia mi dijo –¡Andaluza tenías que ser! ¡Exagerada!
Se tragó toditas sus palabras, pues por sus propios ojos pudo ver, cómo ese ejército de soldaditos rojos, una vez perdida la guerra, se llevaban como botín nuestro paquete de tabaco ¡Y la piscina hinchable de nuestros hijos! Como en México se comercia con todo, supongo que la vendieron en alguna paradita para comprar una bombilla enorme en la que poder embelesarse eternamente.

Estos se fueron, pero ahí no acabó nuestro periplo con los insectos. Una mañana me encontré una cosa brillante en el suelo de la terraza, era de un verde metalizado intenso, pensé que era alguna joya de bisutería, y cuando me agaché para que mi corta vista identificara aquello, vi que era un escarabajo, precioso, de esos que pintan los egipcios y que dicen que traen suerte, pero en vez de azul o dorado, era de un tono verde metálico intenso, que con los rayos de luz hacía tornasoles. Mi hijo Alejandro también quedó impresionado por ese animalillo. Tanto nos gustó, que le hicimos una foto y la subimos al Facebook.
-¡Qué bonito! ¿Verdad Alejandro?
Son presiososss mami! Essstoss no loss hemoss vissto nunca.
Mi hijo, el mayor, es un apasionado de las “eses”.
Efectivamente, nunca los habíamos visto, pero tampoco hubiera hecho falta lo de la fotito, pues los íbamos a tener hasta en la sopa.
En ese momento llegó mi suegra, e interesándose por el mayate (así se llamaba el dichoso bichito) que diseccionábamos con la mirada mis hijos y yo, nos contó que estaban muy de moda. Les pegaban brillantitos en el lomo y les amarraban el extremo de una cadenita a una de las patas, y el otro a un imperdible, que las señoras picudas se prendían de las solapas de sus chaquetas para lucir de este modo un broche único, personalizado y ¡Vivo! Bonito o feo no deja de ser un escarabajo y me lo imaginada comiendo de los labios de las distinguidas señoras, los restos del osobuco que tomaron para almorzar, ¡Buajjj! ¡No saben lo que van a inventar!!
Por esos días hacía calor, así que le dije a Rosi que me hiciera el favor de llenar de agua una bañera enorme de color marrón, que mi suegra usa para regar las plantas, y la pusiera al sol, para que los niños se pudieran dar un chapuzón después de dormir su siesta.
Colocamos la bañera debajo del pirul que preside la terraza. Las hojas del pirul son parecidas a las del helecho pero en miniatura. A cada una de esas extrañas hojas le corresponde un racimo de bolitas rosas que agradecen la lluvia caída derramando su perfume, tan lejos como lo acompañe el viento.
Ese día, lo que manaba del pirul no era perfume, sino un aleteo, un zumbido, un rugido, un ruido enorme. En ese momento me acordé de mi infancia, ¿Es un avión? ¿Es un helicóptero? ¡Noooo!!! Ni siquiera era Super Ratón, ese personaje infantil que ahora venía a mi memoria. Era todo un ejército de toritos de colores: verdes, bronces, amarillos, plateados, negros, azulados… desfilando alrededor del árbol en perfecta formación militar. ¿Por qué Hitchcock pensó en los pájaros con lo fácil que lo ponen los insectos? Pensé mientras volvía a correr con el corazón a mil por horas hacia la seguridad de mi casa.
Toda la siesta de mis hijos, la pasé acongojada en el sofá. Después de que se despertaran y merendaran me aseguré que no había coleópteros en la costa, y que la segunda plaga que asolaba la terraza había desaparecido. Entonces y sólo entonces los dejé salir. Andaba yo dentro recogiendo los restos de la merienda de mis hijos cuando Marco vino en mi busca.
-Ven comigo mami, ven comigo- Dijo con toda la tranquilidad del mundo.
Y lo seguí, mientras con su corta lengua me iba relatando –Yo mu valiente mami, ha matao a lo malo, mira, azi azi- Y se tapaba la nariz y se agachaba como sumergiéndose –lo ha ogao mami, lo ha ogao a todo, azi mira azi- Y otra vez el mismo gesto.
Quedé petrificaba cuando, al acercarme guiada por Marco a la tinita marrón, pude constatar su contenido. La piscina improvisada de mis hijos se había convertido en una sopa gigante, en la que flotaban inertes aquellos proyectos de joyas. Se habían dirigido allí voluntariamente, para acabar con su vida, como en un asesinato masivo planificado por algún líder fanático. Los insectos mexicanos se comportan de forma sectaria repitiendo comportamientos inútiles que los condenan a una muerte segura.
Esta plaga no desapareció sino que se repite cada vez que la tarde es calurosa. Eso sí, en mi conciencia no queda que yo les facilite la muerte, y no he vuelto a poner la tina debajo del pirul. Ahora los luminosos mayates fallecen en pleno vuelo, como aquejados de un irreversible ataque cardíaco, caen sobre sus alas, dejando, los presumidos, sus colores metálicos a la vista de quien los quiera contemplar.

La de los toritos fue la tercera de las plagas, pero no la última. Esta ha estado protagonizada por las mosquitas de la fruta, o al menos ese es el nombre que yo le he puesto, ya que se parecen mucho a esos insectos españoles que se empeñan en compartir el postre con nosotros, en los calurosos días de verano. Ellas no vinieron de repente como sus colegas anteriores, sino que se fueron colando día tras día en nuestras vidas, hasta que las tuvimos en la sopa.

A pesar de vivir en pleno siglo XXI, dicen que en la era de las comunicaciones y las nuevas tecnologías, la vida aquí en el rancho, parece haberse congelado en el tiempo. La casa en la que vivo cuenta con un sistema de tuberías que permite abastecerla de agua y desechar la que ya está usada, pero esa red de tuberías no está conectada con ningún sistema municipal de abastecimiento.
El agua que usamos en la casa la almacenamos en un aljibe situado al nivel del suelo en la parte izquierda de la casa. Aproximadamente una vez a la semana uno de los empleados del rancho, enrosca una serie de tubos metálicos para que llenen mi aljibe con el agua procedente de alguno de los cuatro pozos que abastecen los cultivos. Para poder usar el agua de este depósito, tengo que conectar una bomba, que lleva el principio de la vida desde el aljibe a un tinaco situado en la parte superior de la casa. No puede estar enchufada más de cuarenta y cinco minutos, porque se me colma el tinaco y el transparente líquido se escurre por todo el tejado de la casa.
Mi lavadora, parece sacada de una película futurista, pero es todo fachada. No hay una vez que no lave en ella que no me acuerde de mi abuela. La que ella tendría cuando joven, sería prima hermana de la que yo uso ahora.
Para despistar, cuenta con multitud de botones y palanquitas, pero ninguno sirve. Por poner un ejemplo, tiene una rueda para regular la temperatura, pero la muy tonta, ni coge el agua sola, ni la sabe calentar, ya que no fue diseñada para ello. Así que soy yo, a cubetazos limpios, la que la lleno de agua, y la que decido, en función de los grifos de la pila que abro, si la quiero could, hot, o warm, que si siquiera están bien escritos.
Tiene otra palanquita para prelavados, lavados delicados, largos, etc. Ésta, se la pusieron los diseñadores para no hacerla de menos, pero… tampoco sirve, vuelvo a ser yo, la que le quito el tapón y la lleno, tantas veces como considere oportuno y pertinente. La loca de mi lavadora está en alto, porque tampoco drena sola, lo hace gracias a un tapón de quita y pon, por lo que si no tiene pendiente hay que sacarle el agua, igual que se le mete, a cubazos.
Se supone que también se puede seleccionar la función a utilizar: lavar o centrifugar, pero también es otra fantasmada de mi Odissea 2000. Lo único que te indica es el sitio en el que debes colocar la ropa para que lave (izquierda), o para que centrifugue (derecha). Lavar, lo que se dice lavar, puedes lavar hasta siete kilogramos de ropa, pero centrifugar sólo de medio en medio, eso sí con el consecuente escurrido manual previo, por lo que si alguna vez me emociono y la lleno, puedo tirarme horas y horas con la barriga pegada a mi nave, hasta poder tenderla completa.
Mi lavadora es como un novio guapo sin sesera, te atrae a primera vista, pero sólo son necesarios cinco minutos, para quedar profundamente decepcionada al comprobar que todo es apariencia.
Cuento todo esto, para que entiendan que aquello que entra en el aljibe, pasa, gracias a mi bombita, al tinaco, y de ahí a mi sistema de tuberías, y lo veo salir por los grifos cuando friego, y por la ducha cuando me baño, y por la pila cuando lleno la lavadora, y por la cisterna cuando se hacen las necesidades. El aljibe está protegido por una tapita metálica sin candado situada a ras del suelo. Si hace mucho viento, descubro restos de hojas en el agua; si ya necesita rellenarse se incrementa la concentración de arena ¿Y las plagas? ¿Cómo afectan las plagas a mi agua?... Mejor no saber.
Una mañana con los ojos pegados me dirigí al baño para depositar el primer pipí de la mañana. Terminada mi tarea, tiré de la cisterna y me pareció ver cómo unas cosas negras se deslizaban hacia el agujero fruto de la fuerza centrífuga. No presté demasiada atención, ya se sabe: el sueño, las legañas, la oscuridad…. Después me duché, y como todo el mundo, lo hice con los ojos cerrados la mayoría del tiempo, para que no me entrara agua y jabón.
Cuando me estaba secando descubrí en mi cuerpo pequeñas bolitas negras –Esa lavadora…- Pensé. Porque algo que no he contado es que las pelusas, ni las crea, ni las destruye, sólo las cambia de una prenda a otra.
Tan contenta, me fui a la oficina a trabajar un rato con Alejandro, hasta las doce, hora en la que tenía previsto recoger en coche a los niños, para que no se embarraran por el camino, en los charcos dejados por las lluvias nocturnas.
Nuevamente me dirigí al baño, y antes siquiera de sentarme lo vi ¡Horror! Alguien con chorillo había dejado las paredes del inodoro llenas de… ¿Caca? No, aquello no era caca. Me acerqué para salvar la distancia que separa mis ojos miopes de la realidad y lo vi. ¡Las paredes del váter estaban cubiertas de una manta de mosquitas fruteras! Estos animalejos habían convertido mi excusado en una piscina olímpica y andaban haciendo largos en él, como Pedro por su casa.
No me lo pensé dos veces y saqué de un tirón la tapa de la cisterna, luego corrí a mirar dentro de mi aljibe, dentro de la lavadora, a abrir los grifos de la casa …. !Socorrooooo! Era una ocupación en toda regla, estaban en todas las zonas con agua. Había tantas que ese líquido incoloro, inodoro e insípido se había convertido en una sopa espesa, oscura con un tremendo olor metálico y cuyo sabor no quise averiguar ni siquiera para podéroslo contar.
Por supuesto el sistema de tuberías de la casa quedó puesto en cuarentena, vaciamos el tinaco y el aljibe. Javi y Carlos se metieron dentro del segundo y aniquilaron a los invasores, desinfectaron con lejía, enjuagaron el depósito y lo volvieron a llenar de un agua, con todas aquellas propiedades que nos enseñaron en el colegio.
Las mosquitas se fueron, pero el daño psicológico que me han producido las distintas invasiones que hemos sufrido en casa, perdurará de por vida. Ahora revisamos siempre el interior de los zapatos antes de ponérnoslo, no vaya a haber algún alacrán. Dejamos la taza del váter subida, para comprobar a primera vista qué hay por debajo, y antes de sentarnos en ella, qué hay por arriba. Miro diario el aspecto del agua del tinaco. Quitamos las sábanas para sacudirlas bien todas las mañanas, y las revisamos con lente de aumento y luz ultravioleta, todas las noches, pues aquí los insectos son cariñosos y confiados, y gustan de compartir los espacios más insospechados con los humanos. A los niños, antes de dormir, les ponemos el enchufe para insectos voladores, el aerosol para zancudos y cucarachas, la loción corporal contra insectos salvajes, y los acostamos felices con sus trajes anti radiaciones nucleares.
Después de todas estas experiencias, una cosa me ha quedado clara, puedo ganar batallas, pero la guerra… la guerra será larga y tediosa ¡Ay mamá, cuánto me acuerdo de ti en estos frentes!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por tu opinión.