Una vez escuché en la tele que si pesáramos
por un lado todos los insectos del mundo, y por el otro los animales, el
tonelaje total de los primeros duplicaría al de los segundos. No sé si esto es
verdad o mi imaginación lo ha exagerado, pero lo que sí estoy en condiciones de
certificar es que en México se cumple esta norma.
Aquí sola, mis niños dormidos, mi marido
trabajando, nadie en más de tres kilómetros a la redonda… ¡No puedo escuchar el
sonido de las teclas del ordenador por el zumbido de los insectos! Si Dios
hubiera sido mexicano, hubiera tenido más imaginación
a la hora de enviar las plagas. Pues todos los días tenemos una diferente.
a la hora de enviar las plagas. Pues todos los días tenemos una diferente.
En el coche, nunca somos cuatro, mínimo
viajamos quince: Alejandro padre, Alejandro hijo, Marco, una servidora, y por
lo menos once o doce moscas. Estamos tan habituados, que ya andamos como los
pobres niños del Biafra, hablando con cuatro o cinco moscas colgadas de los
labios como si tal cosa.
Cuando mis hijos se levantan por la mañana,
desayunan, y entre Rosi y yo los arreglamos, es decir: les lavamos la cara y
las manos, les ponemos protector solar, los vestimos, y les damos a cada uno un
matamoscas. ¡La cosa no está para menos!
Un día al caer la tarde, estábamos mi
marido, mis hijos y yo, entre jugando y matando el tiempo, cuando de pronto,
empezamos a escuchar un zumbido que se intensificaba por momentos y el cielo se
empezó a llenar de un montón de pelotitas rojas -¿Qué es eso?- pregunte a mi
marido con voz en grito.
-Psss ¿Qué va a ser chiquitina? Catarinas-.
-¿Cata….qué?
-Coggrre mami que te come- Exclamó Marco
acertadamente.
Tuvimos que dejar de hablar y entrar en
desbandada a la casa porque esas mariquitinas sin lunares, estaban intentando
introducirse por nuestros orificios corporales.
Afortunadamente, las casa mexicanas están
preparadas para este tipo de cataclismos y tienen mosquiteras o insecteras,
pero nada podía detener el tesón de esos colorados animalillos que se colaban
por todos y cada uno de los resquicios que encontraban. Armada con mi pistola
de Raid, intenté hacerles frente, y por un momento, creí que lo había logrado.
Hasta que Alejandro, que en ese momento estaba dando buena cuenta de su cena,
llamó mi atención.
-¡Mami, mami! ¡Mira!- dijo señalando la
ventana del comedor.
Miré, y vi claramente como una oleada de
inmigrantes sin papeles se colaba por un pequeño agujero de la madera de la
ventana. De la ventana caían al poyete y de este, al suelo. Con tanta velocidad
entraban y caían que hasta hacían ruido craj, craj, craj. No me lo pensé dos
veces y cogí el insecticida que no andaba muy lejos. Con el objetivo de
exterminar esa plaga, por poquito y ahogo a mis niños, que me miraban azulitos
mientras yo me ensañaba con aquello.
Mi marido me echó una mano, localizó la
grieta fronteriza y la taponó, dando por finalizado así el asedio de esos
bichos. Pero aunque no podían entrar, no cejaron en su propósito y podíamos
escuchar con toda claridad como una y otra vez, torpes y obcecados chocaban
contra la ventana siguiendo esas órdenes secretas que les decían –¡Vayan hacia
la luuuuz!-. Tan intrigada me tenía ese enorme cascareo que fui a mirar por la
ventana a ver qué pasaba.
-¡Aleeeeeee! ¡Aaaaaleeee! Corre, ven rápido
¡Las catarinas se están llevando el paquete de tabacos!
Alejandro estalló en carcajadas, y mientras
venía hacia mi dijo –¡Andaluza tenías que ser! ¡Exagerada!
Se tragó toditas sus palabras, pues por sus
propios ojos pudo ver, cómo ese ejército de soldaditos rojos, una vez perdida
la guerra, se llevaban como botín nuestro paquete de tabaco ¡Y la piscina
hinchable de nuestros hijos! Como en México se comercia con todo, supongo que la
vendieron en alguna paradita para comprar una bombilla enorme en la que poder
embelesarse eternamente.
Estos se fueron, pero ahí no acabó nuestro
periplo con los insectos. Una mañana me encontré una cosa brillante en el suelo
de la terraza, era de un verde metalizado intenso, pensé que era alguna joya de
bisutería, y cuando me agaché para que mi corta vista identificara aquello, vi
que era un escarabajo, precioso, de esos que pintan los egipcios y que dicen
que traen suerte, pero en vez de azul o dorado, era de un tono verde metálico
intenso, que con los rayos de luz hacía tornasoles. Mi hijo Alejandro también
quedó impresionado por ese animalillo. Tanto nos gustó, que le hicimos una foto
y la subimos al Facebook.
-¡Qué bonito! ¿Verdad Alejandro?
-¡Son
presiososss mami! Essstoss no loss hemoss vissto nunca.
Mi hijo, el mayor, es un apasionado de las “eses”.
Efectivamente, nunca los habíamos visto,
pero tampoco hubiera hecho falta lo de la fotito, pues los íbamos a tener hasta
en la sopa.
En ese momento llegó mi suegra, e
interesándose por el mayate (así se llamaba el dichoso bichito) que
diseccionábamos con la mirada mis hijos y yo, nos contó que estaban muy de
moda. Les pegaban brillantitos en el lomo y les amarraban el extremo de una
cadenita a una de las patas, y el otro a un imperdible, que las señoras picudas
se prendían de las solapas de sus chaquetas para lucir de este modo un broche
único, personalizado y ¡Vivo! Bonito o feo no deja de ser un escarabajo y me lo
imaginada comiendo de los labios de las distinguidas señoras, los restos del
osobuco que tomaron para almorzar, ¡Buajjj! ¡No saben lo que van a inventar!!
Por esos días hacía calor, así que le dije
a Rosi que me hiciera el favor de llenar de agua una bañera enorme de color
marrón, que mi suegra usa para regar las plantas, y la pusiera al sol, para que
los niños se pudieran dar un chapuzón después de dormir su siesta.
Colocamos la bañera debajo del pirul que
preside la terraza. Las hojas del pirul son parecidas a las del helecho pero en
miniatura. A cada una de esas extrañas hojas le corresponde un racimo de
bolitas rosas que agradecen la lluvia caída derramando su perfume, tan lejos como
lo acompañe el viento.
Ese día, lo que manaba del pirul no era
perfume, sino un aleteo, un zumbido, un rugido, un ruido enorme. En ese momento
me acordé de mi infancia, ¿Es un avión? ¿Es un helicóptero? ¡Noooo!!! Ni
siquiera era Super Ratón, ese personaje infantil que ahora venía a mi memoria.
Era todo un ejército de toritos de colores: verdes, bronces, amarillos,
plateados, negros, azulados… desfilando alrededor del árbol en perfecta
formación militar. ¿Por qué Hitchcock pensó en los pájaros con lo fácil que lo
ponen los insectos? Pensé mientras volvía a correr con el corazón a mil por
horas hacia la seguridad de mi casa.
Toda la siesta de mis hijos, la pasé acongojada
en el sofá. Después de que se despertaran y merendaran me aseguré que no había
coleópteros en la costa, y que la segunda plaga que asolaba la terraza había
desaparecido. Entonces y sólo entonces los dejé salir. Andaba yo dentro
recogiendo los restos de la merienda de mis hijos cuando Marco vino en mi
busca.
-Ven
comigo mami, ven comigo- Dijo con toda la tranquilidad del mundo.
Y lo seguí, mientras con su corta lengua me
iba relatando –Yo mu valiente mami, ha
matao a lo malo, mira, azi azi- Y se tapaba la nariz y se agachaba como
sumergiéndose –lo ha ogao mami, lo ha
ogao a todo, azi mira azi- Y otra vez el mismo gesto.
Quedé petrificaba cuando, al acercarme
guiada por Marco a la tinita marrón, pude constatar su contenido. La piscina
improvisada de mis hijos se había convertido en una sopa gigante, en la que
flotaban inertes aquellos proyectos de joyas. Se habían dirigido allí
voluntariamente, para acabar con su vida, como en un asesinato masivo
planificado por algún líder fanático. Los insectos mexicanos se comportan de
forma sectaria repitiendo comportamientos inútiles que los condenan a una muerte
segura.
Esta plaga no desapareció sino que se
repite cada vez que la tarde es calurosa. Eso sí, en mi conciencia no queda que
yo les facilite la muerte, y no he vuelto a poner la tina debajo del pirul.
Ahora los luminosos mayates fallecen en pleno vuelo, como aquejados de un
irreversible ataque cardíaco, caen sobre sus alas, dejando, los presumidos, sus
colores metálicos a la vista de quien los quiera contemplar.
La de los toritos fue la tercera de las
plagas, pero no la última. Esta ha estado protagonizada por las mosquitas de la
fruta, o al menos ese es el nombre que yo le he puesto, ya que se parecen mucho
a esos insectos españoles que se empeñan en compartir el postre con nosotros,
en los calurosos días de verano. Ellas no vinieron de repente como sus colegas
anteriores, sino que se fueron colando día tras día en nuestras vidas, hasta
que las tuvimos en la sopa.
A pesar de vivir en pleno siglo XXI, dicen
que en la era de las comunicaciones y las nuevas tecnologías, la vida aquí en
el rancho, parece haberse congelado en el tiempo. La casa en la que vivo cuenta
con un sistema de tuberías que permite abastecerla de agua y desechar la que ya
está usada, pero esa red de tuberías no está conectada con ningún sistema
municipal de abastecimiento.
El agua que usamos en la casa la
almacenamos en un aljibe situado al nivel del suelo en la parte izquierda de la
casa. Aproximadamente una vez a la semana uno de los empleados del rancho,
enrosca una serie de tubos metálicos para que llenen mi aljibe con el agua procedente
de alguno de los cuatro pozos que abastecen los cultivos. Para poder usar el
agua de este depósito, tengo que conectar una bomba, que lleva el principio de
la vida desde el aljibe a un tinaco situado en la parte superior de la casa. No
puede estar enchufada más de cuarenta y cinco minutos, porque se me colma el
tinaco y el transparente líquido se escurre por todo el tejado de la casa.
Mi lavadora, parece sacada de una película
futurista, pero es todo fachada. No hay una vez que no lave en ella que no me
acuerde de mi abuela. La que ella tendría cuando joven, sería prima hermana de
la que yo uso ahora.
Para despistar, cuenta con multitud de
botones y palanquitas, pero ninguno sirve. Por poner un ejemplo, tiene una
rueda para regular la temperatura, pero la muy tonta, ni coge el agua sola, ni
la sabe calentar, ya que no fue diseñada para ello. Así que soy yo, a cubetazos
limpios, la que la lleno de agua, y la que decido, en función de los grifos de
la pila que abro, si la quiero could,
hot, o warm, que si siquiera están bien escritos.
Tiene otra palanquita para prelavados,
lavados delicados, largos, etc. Ésta, se la pusieron los diseñadores para no
hacerla de menos, pero… tampoco sirve, vuelvo a ser yo, la que le quito el
tapón y la lleno, tantas veces como considere oportuno y pertinente. La loca de
mi lavadora está en alto, porque tampoco drena sola, lo hace gracias a un tapón
de quita y pon, por lo que si no tiene pendiente hay que sacarle el agua, igual
que se le mete, a cubazos.
Se supone que también se puede seleccionar
la función a utilizar: lavar o centrifugar, pero también es otra fantasmada de
mi Odissea 2000. Lo único que te indica es el sitio en el que debes colocar la
ropa para que lave (izquierda), o para que centrifugue (derecha). Lavar, lo que
se dice lavar, puedes lavar hasta siete kilogramos de ropa, pero centrifugar
sólo de medio en medio, eso sí con el consecuente escurrido manual previo, por
lo que si alguna vez me emociono y la lleno, puedo tirarme horas y horas con la
barriga pegada a mi nave, hasta poder tenderla completa.
Mi lavadora es como un novio guapo sin
sesera, te atrae a primera vista, pero sólo son necesarios cinco minutos, para
quedar profundamente decepcionada al comprobar que todo es apariencia.
Cuento todo esto, para que entiendan que
aquello que entra en el aljibe, pasa, gracias a mi bombita, al tinaco, y de ahí
a mi sistema de tuberías, y lo veo salir por los grifos cuando friego, y por la
ducha cuando me baño, y por la pila cuando lleno la lavadora, y por la cisterna
cuando se hacen las necesidades. El aljibe está protegido por una tapita
metálica sin candado situada a ras del suelo. Si hace mucho viento, descubro
restos de hojas en el agua; si ya necesita rellenarse se incrementa la
concentración de arena ¿Y las plagas? ¿Cómo afectan las plagas a mi agua?...
Mejor no saber.
Una mañana con los ojos pegados me dirigí
al baño para depositar el primer pipí de la mañana. Terminada mi tarea, tiré de
la cisterna y me pareció ver cómo unas cosas negras se deslizaban hacia el agujero
fruto de la fuerza centrífuga. No presté demasiada atención, ya se sabe: el
sueño, las legañas, la oscuridad…. Después me duché, y como todo el mundo, lo
hice con los ojos cerrados la mayoría del tiempo, para que no me entrara agua y
jabón.
Cuando me estaba secando descubrí en mi
cuerpo pequeñas bolitas negras –Esa lavadora…- Pensé. Porque algo que no he
contado es que las pelusas, ni las crea, ni las destruye, sólo las cambia de
una prenda a otra.
Tan contenta, me fui a la oficina a
trabajar un rato con Alejandro, hasta las doce, hora en la que tenía previsto
recoger en coche a los niños, para que no se embarraran por el camino, en los
charcos dejados por las lluvias nocturnas.
Nuevamente me dirigí al baño, y antes
siquiera de sentarme lo vi ¡Horror! Alguien con chorillo había dejado las
paredes del inodoro llenas de… ¿Caca? No, aquello no era caca. Me acerqué para
salvar la distancia que separa mis ojos miopes de la realidad y lo vi. ¡Las
paredes del váter estaban cubiertas de una manta de mosquitas fruteras! Estos
animalejos habían convertido mi excusado en una piscina olímpica y andaban
haciendo largos en él, como Pedro por su casa.
No me lo pensé dos veces y saqué de un tirón
la tapa de la cisterna, luego corrí a mirar dentro de mi aljibe, dentro de la
lavadora, a abrir los grifos de la casa …. !Socorrooooo! Era una ocupación en
toda regla, estaban en todas las zonas con agua. Había tantas que ese líquido
incoloro, inodoro e insípido se había convertido en una sopa espesa, oscura con
un tremendo olor metálico y cuyo sabor no quise averiguar ni siquiera para
podéroslo contar.
Por supuesto el sistema de tuberías de la
casa quedó puesto en cuarentena, vaciamos el tinaco y el aljibe. Javi y Carlos
se metieron dentro del segundo y aniquilaron a los invasores, desinfectaron con
lejía, enjuagaron el depósito y lo volvieron a llenar de un agua, con todas
aquellas propiedades que nos enseñaron en el colegio.
Las mosquitas se fueron, pero el daño
psicológico que me han producido las distintas invasiones que hemos sufrido en
casa, perdurará de por vida. Ahora revisamos siempre el interior de los zapatos
antes de ponérnoslo, no vaya a haber algún alacrán. Dejamos la taza del váter
subida, para comprobar a primera vista qué hay por debajo, y antes de sentarnos
en ella, qué hay por arriba. Miro diario el aspecto del agua del tinaco. Quitamos
las sábanas para sacudirlas bien todas las mañanas, y las revisamos con lente
de aumento y luz ultravioleta, todas las noches, pues aquí los insectos son
cariñosos y confiados, y gustan de compartir los espacios más insospechados con
los humanos. A los niños, antes de dormir, les ponemos el enchufe para insectos
voladores, el aerosol para zancudos y cucarachas, la loción corporal contra
insectos salvajes, y los acostamos felices con sus trajes anti radiaciones
nucleares.
Después de todas estas experiencias, una
cosa me ha quedado clara, puedo ganar batallas, pero la guerra… la guerra será
larga y tediosa ¡Ay mamá, cuánto me acuerdo de ti en estos frentes!
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